Para vivir no
quiero
islas,
palacios, torres.
¡Qué
alegría más alta:
vivir
en los pronombres!
Quítate ya los trajes,
las señas, los retratos;
yo
no te quiero así,
disfrazada
de otra,
hija
siempre de algo.
Te
quiero pura, libre,
irreductible:
tú.
Sé
que cuando te llame
entre
todas las gentes
del
mundo,
sólo
tú serás tú.
Y
cuando me preguntes
quién
es el que te llama,
el
que te quiere suya,
enterraré
los nombres,
los
rótulos, la historia.
Iré
rompiendo todo
lo
que encima me echaron
desde
antes de nacer.
Y
vuelto ya al anónimo
eterno
del desnudo,
de
la piedra, del mundo,
te
diré:
«Yo
te quiero, soy yo».
Perdóname por
ir así buscándote
tan torpemente, dentro
de ti.
Perdóname el dolor, alguna vez.
Es que quiero sacar
de ti tu mejor tú.
Ese que no te viste y que yo veo,
nadador por tu fondo, preciosísimo.
Y cogerlo
y tenerlo yo en alto como tiene
el árbol la luz última
que le ha encontrado al sol.
Y entonces tú
en su busca vendrías, a lo alto.
Para llegar a él
subida sobre ti, como te quiero,
tocando ya tan sólo a tu pasado
con las puntas rosadas de tus pies,
en tensión todo el cuerpo, ya ascendiendo
de ti a ti misma.
Y que a mi amor entonces le conteste
la nueva criatura que tú eras.
No quiero que
te vayas
dolor, última forma
de amar. Me estoy sintiendo
vivir cuando me dueles
no en ti, ni aquí, más lejos:
en la tierra, en el año
de donde vienes tú,
en el amor con ella
y todo lo que fue.
En esa realidad
hundida que se niega
a sí misma y se empeña
en que nunca ha existido,
que sólo fue un pretexto
mío para vivir.
Si tú no me quedaras,
dolor, irrefutable,
yo me lo creería;
pero me quedas tú.
Tu verdad me asegura
que nada fue mentira.
Y mientras yo te sienta,
tú me serás, dolor,
la prueba de otra vida
en que no me dolías.
La gran prueba, a lo lejos,
de que existió, que existe,
de que me quiso, sí,
de que aún la estoy queriendo.
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